martes, 8 de abril de 2008

LAS MESAS DE EDDINGTON. VISITA PROFANA A LA FILOSOFÍA DE LA FÍSICA. Por Manuel Trejo


Primera parte
Acabo de terminar la tercera o cuarta lectura de La naturaleza del mundo físico (en adelante NF), el fascinante libro del astrofísico inglés Arthur Stanley Eddington, uno de los más grandes científicos del siglo XX cuya fama se acrecentó notablemente después de haber dirigido la expedición a la isla Príncipe, cerca de África, con la misión de esperar el eclipse total de sol que tendría lugar el 29 de mayo de 1919. Se trataba de medir, mediante registro fotográfico astronómico, el desplazamiento aparente de estrellas conocidas cuyas imágenes desde la Tierra, sólo visibles porque el eclipse opacaba el brillo del Sol, aparecían cercanas al borde del disco solar. Eddington y su equipo lograron medir con suficiente precisión el desvío producido, quedando así confirmada la previsión de la teoría general de la relatividad de Einstein, según la cual un rayo de luz estelar ha de desviarse al pasar cerca de un cuerpo muy masivo como el Sol, cuya intensa fuerza de gravedad “curva” el espacio. Fue de los primeros en interpretar y difundir debidamente la teoría de la relatividad, lo que reconoció el mismo Einstein. Se cuenta que en un reportaje se mencionaron a Eddington comentarios según los cuales en el mundo sólo tres personas eran capaces de entender la relatividad, a lo que jocosamente replicó: “Ah!, quien es la tercera?”.
Debo dar una explicación de porqué yo, que provengo de las ciencias de la educación aunque con inclinación permanentemente gustosa por las ciencias exactas y la filosofía, me pongo a opinar sobre filosofía de la ciencia. Primero porque las ideas de Eddington -dicho al pasar, excelente escritor-, volcadas en La naturaleza del mundo físico y en La filosofía de la ciencia física (en adelante FF) son profundas, provocadoras, e invitan al lector atento a aceptar unas sin más, otras críticamente, y rechazar muy pocas. Hablo, por supuesto, de lectores como yo, no necesariamente científicos o filósofos profesionales. Éstos, cabe suponer, pueden tener razones suficientes para aceptarlas o rechazarlas fundándose en los dicta de sus propias investigaciones, en las ideas filosóficas que sustenten explícita o implícitamente, en la moda o en sus preferencias personales. Segundo, dada mi incompetencia, la intención que me anima no puede consistir en opinar desde el interior de la ciencia o la filosofía. Es más modesta: sólo formular, formularme, preguntas y aventurar respuestas que sirvan para completar, al menos aparentemente, razonamientos incompletos o improbables; aunque tengo para mí que asombrarse y plantear preguntas pertinentes, y hasta impertinentes, es una de las llaves que abre las puertas del templo filosófico, aunque para las del científico necesitaría indudablemente la ayuda de un hábil cerrajero.
¿Realmente cuando uno llega al frontispicio de la ciencia o la filosofía adopta una actitud veneranda, casi religiosa ante, digamos, sus sagradas escrituras, sus profetas, sus sacerdotes y, por suerte, sus muy pocos inquisidores? Veamos. La cuestión, entonces, es animarse a entrar, primero con muchos temores e inseguridades, más tarde, después de recorrer sus imponentes recintos y detenerse ante los íconos de sus famosos pensadores, afiatarse e iniciar el diálogo con las ideas. Dejo al juicio de los lectores decidir si alguna de mis ideas es o no de contenido filosófico. Diría que trato de seguir un camino más o menos cartesiano: empezar por dudar, si metódicamente mejor como aconsejaba el gran Renato, en su famoso discurso y en las reglas para la dirección del espíritu; después hacer preguntas, primero a mí mismo, más tarde a otros, especialmente al autor del texto que esté leyendo. Toda ignorancia conciente de sí misma engendra preguntas, que dan lugar a respuestas autoformuladas o recibidas de otros, que pueden ser totales en el sentido de que cierran el estado de ignorancia, o parciales en cuyo caso abren paso a nuevas dudas que originan otras preguntas…y así siguiendo. Esta es, según creo, la mejor descripción del proceso dialéctico que sigo para adquirir y acrecentar mis conocimientos. Tercero, rechazo el “narcisismo intelectual” de la autocomplacencia consistente en pensar sólo para sí mismo, sin animarse a lanzar las propias ideas al agon del encuentro con otras.
A propósito de la confrontación de ideas viene a cuento recordar aquellas famosas polémicas o cuestiones disputadas de la universidad medieval, uno de cuyos más eminentes protagonistas, en la de París, fuera Sto. Tomás de Aquino. No se trataba, claro, de meras discusiones, sino de un auténtico método pedagógico o mejor dicho académico, de alta alcurnia intelectual, en virtud del cual la humanidad ha llegado a contar con extraordinarios monumentos de pensamiento que contribuyeron grandemente a consolidar las bases de la cultura occidental. La vida de aquellas recién nacidas universidades no estuvo carente de escollos y dificultades. La comunidad de maestros y estudiantes -la universitas, como se la denominaba-, se constituyó, luchó y obtuvo un estatuto equivalente al de las corporaciones con participación, algunos veces, en los consejos de gobierno de la ciudad y reconocimiento por parte de las autoridades eclesiásticas y civiles. No para que las escuelas universitarias y las enseñanzas en ellas impartidas se convirtieran en cohonestadoras intelectuales del estado de cosas existente. Sto.Tomás mismo fue el más importante innovador del pensamiento de su época al acometer la para entonces intrépida tarea de acercar el naturalismo aristotélico a la doctrina cristiana –o como se ha dicho con ironía: de “canonizar” a Aristóteles‑, y fundar una de las arquitecturas filosófico-teológicas más consistentes de todos los tiempos. Sus tesis fueron resistidas en ciertos medios teológicos y algunas prohibidas durante cierto tiempo. No cabe pensar que el Aquinate, hombre de iglesia y universidad, fuera lo que se dice “un conformista”. Si como parece no discutirse, los orígenes, las raíces históricas son importantes para descubrir la esencia de una institución, la esencia de la universidad contiene, ab initio, un componente polémico innegable. Es decir que la oposición de ideas, el análisis crítico, la disputa, son actividades conformadas a su propia naturaleza, en tanto que condiciones necesarias para que un pensamiento sea verdaderamente creador y no meramente reproductor, o peor aún, repetidor de lo ya establecido. No es que estas dos últimas formas del pensamiento carezcan totalmente de valor; sólo que apuntan al aspecto erudito, acumulativo, de los estudios universitarios; pertenecen a la instancia de la recolección de información, del acopio de datos, de manera que, a lo sumo, podrán ser una condición necesaria pero de ningún modo suficiente para la creación de ideas nuevas, es decir, para el progreso de los conocimientos en que, sin duda, consiste o debe consistir la meta fundamental de la educación académica. Reducido el concepto a una escueta fórmula: para el pasaje de un estado de menor y más imperfecto conocimiento a otro estado de mayor y mejor conocimiento, aseveración en la que a la par que se implica el objeto de la teoría del conocimiento, se sintetiza la finalidad esencial, la misión preponderante de la educación superior. En este sentido, podría decirse que una escuela puede considerarse la institucionalización instrumental de una teoría del conocimiento y que sin ésta no podría elaborarse una buena y completa teoría de la educación. No decimos que primero hay que ponerse a reflexionar sobre las condiciones generales que hacen crecer los conocimientos y después hacer funcionar las escuelas e institutos. Sostenemos que para que haya verdadera educación superior debe haber permanente generación, crecimiento y reproducción de conocimientos y hasta agregaríamos, siguiendo esta suerte de metáfora biológica, muerte de conocimientos, puesto que la muerte no significa desaparición total y ningún conocimiento desaparece sin dejar algún sedimento o residuo en otro conocimiento posterior. Pero cuando un conocimiento ya no hace crecer el conjunto de las nociones de una determinada disciplina, sino que parece, más bien, estancarla, debe ser enterrado con los más solemnes funerales, una vez muerto de muerte natural puesto que, se sabe, “las ideas no se matan”.
¿A que viene lo anterior? A tratar de poner en evidencia que en los procesos de generación o transmisión de conocimientos, esto es en la investigación o en la educación está implicada, antes o después, una gnoseología, una teoría del conocimiento, y hasta una cierta epistemología. Vale la pena recordar que hasta no hace mucho tiempo en algunas universidades europeas la física se estudiaba en las originariamente denominadas cátedras de filosofía natural y la obra en que Newton enunció sus famosas teorías se denominaba Philosophiae Naturalis Principia Matemática (Principios matemáticos de la filosofía natural) y el modo de exponerlas apelaba a un lenguaje descriptivo, a veces filosófico, con ilustraciones fundadas en la para entonces bien constituida ciencia de la geometría, muy distante del simbolismo matemático actual.
Próximamente, segunada parte: ¿Aristóteles versus Eddington?

Referencias

Editor de los blogs Lapso Cultural: http://www.notideas.blogspot.com- Lapso Literario: http://www.manueltrejo.blogspot.com- Lapso Científico: http://www.liberatochiclana.blogspot.com- e-mail: metrejo@ciudad.com.ar